La vida del estudiante de medicina es un campo minado que atravesamos en zancos de largos y tediosos tramos –leer, estudiar, memorizar–  seguidos por instantes de absoluto y total terror –exámenes– con masacres históricas en donde la cifra de los que perecieron y las atrocidades cometidas –preguntas en duda– varían más que la de la masacre bananera en “Cien años de soledad”. Todas esas largas noches memorizando, leyendo, subrayando (¡los marca textos imploran piedad!) y terminando aquellos videos de propedéutica (los cuales en su momento, el único dato clínico relevante que nos proporcionan es que tu compañero de equipo está obeso, pero que valen la pena cuando te acuerdas qué es la maniobra de Murphy): ¿para qué?  Pues bien, cada quien tiene sus razones individuales que les impulsan a estos sacrificios, pero puedo decir con seguridad que los frutos de nuestros esfuerzos están dirigidos a la adquisición de nuevos conocimientos en mayor o menor grado.

Confiamos en nuestra memoria para retener estos preciosos conocimientos y, hablando en un contexto más científico, confiamos en que nuestro cerebro avance a través de este proceso de aprendizaje asimilando datos y reforzando estructuras neuronales. ¿Pero cómo? Así como comprendemos que un músculo se fortalece por medio del ejercicio, nosotros dedicamos nuestro tiempo a cultivar la materia gris por medio del estudio. Empero ignoramos el hecho de que el músculo solo crece si es que lo dejamos descansar, y en este aspecto el músculo y el cerebro coinciden: ambos se recuperan en el descanso, durmiendo.  No solo esto, sino también se ha demostrado que estados en los que no se obtienen suficientes horas de descanso en la noche (hablando tanto de cantidad como calidad) tienen efectos sobre  los procesos cognitivos y se pueden dar daños permanentes sobre procesos relacionados con la memoria y también con plasticidad.

A pesar de conocer las implicaciones de una buena noche de descanso, las condiciones nos presionan a pasar nuestras noches estudiando. Este hecho resulta preocupante cuando se toma en cuenta un estudio reciente  publicado por la Dra. Yo-el Ju, profesora en el Departamento de Neurología de la Universidad de Washington, develado en vísperas de la reunión anual de la Academia Americana de Neurología del 2012, el cual establece: “Períodos de sueño de pobre calidad están asociados con patología amiloidea en pacientes que están cognitivamente normales.” Para ponerlo en perspectiva, la enfermedad de Alzheimer es caracterizada por placas amiloideas, entre otros procesos (enredamiento neurofibrilar y pérdida de neuronas). En resumen: todas las noches desveladas aprendiendo cómo dibujar el espectrofotómetro (más allá de la cajita con los botones y la marca, obviamente) y de estudiar para exámenes, contribuyen en cierto grado al desarrollo de Alzheimer. La existencia contrariada del estudiante de medicina parece la trama de una tragedia griega.

Aunque consideramos al sueño de cada noche como una actividad pasiva en la cual nuestro cuerpo entra en una especie de “desactivación”, nada puede ser más alejado de la verdad, especialmente cuando estamos hablando de la memoria. Mientras dormimos, el cerebro reactiva mapas que fueron activados durante el día y estos “repasos mentales” refuerzan la memoria, incluso más impresionante resulta el hecho que el cerebro usualmente “escoge” los aspectos más complicados de una tarea o problema. En otro estudio incluso se llegó a comprobar que las probabilidades de resolver un problema incrementan sustancialmente con el sueño apropiado.

Entre otros problemas asociados a la falta de sueño en la población, se resaltaba que la “memoria” de una persona quien no lograba dormir bien durante la noche estaba más susceptible a interferencia, explicando algunos de los episodios en que en lugar de estudiar nos ponemos a filosofar sobre la inmortalidad del cangrejo.

El sueño no solamente se dedica a consolidar procesos de la memoria sino que también ayuda en procesos en los que no pensábamos que estuviera relacionado. Tal es el caso de la asimilación de experiencias emocionales por el cerebro. Como se mencionó antes, el cerebro “repasa” patrones neuronales así como los de la memoria semántica, pero también ayuda a la comprensión de eventos emocionales, especialmente si esto se refiere a conflicto emocional, los cuales pueden ser resueltos durante el sueño implicando una mejora del estado emocional durante el día. Esto resulta crucial en la prevención de aquel estado emocional del cual incontables miembros del género masculino han padecido en carne propia, la temida: “TORMENTA TIROIDEA”. Así que por favor a todas las amigas que están leyendo esto solo les digo una cosa: si es que alguien les hizo enojar, por favor duerman. (Se oye el suspiro de alivio colectivo de todos los novios mandilones en Monterrey.)

Fuera de bromas, es imposible resaltar más la importancia de una buena noche de sueño en la luz de la nueva evidencia que se nos presenta. Como podemos ver, el sueño está relacionado con aspectos muy importantes de la memoria, aprendizaje, asimilación de conceptos, experiencias emocionales y varios andamiajes del cerebro.

Por esto y muchas cosas más, tal vez ahora cuando recibamos los mails en Blackboard a las 2 de la mañana en semana de exámenes diciendo que deberíamos irnos a dormir, tal vez deberíamos hacerlo.

Autor: Christian Boada

Bibliografía:

  • Malhotra , Raman , and Desai Abhilash . “Healthy Brain Aging: What Has Sleep Got To Do With It?.” Clinical Geriatrics . 26. (2009): 45-46. Print.
  • National Sleep Foundation. Sleep in America Poll 2005.Washington, DC. Available at: http://www.sleepfoundation.org/sites/default/files/2005_summary_of_findings. pdf.
  • Progression of Amyloid Pathology to Alzheimer’s Disease Pathology in an Amyloid Precursor Protein Transgenic Mouse Model by Removal of Nitric Oxide Synthase 2The Journal of Neuroscience, 13 February 2008, 28(7): 1537-1545; doi: 10.1523/ JNEUROSCI.5066-07.2008
  • Sleep Deprivation Linked to Amyloid Pathology.  Medscape. Feb 14, 2012.
  • Wagner U, Gais S, Haider H, et al. Sleep inspires insight. Nature 2004;427:352–5